Audiencia con el papa Pío IX (31 de octubre de 1875)
«Fueron a Roma el 29 de octubre, acompañados también por el comendador Gazzolo. El 31 fueron recibidos por el cardenal Antonelli, que les demostró una bondad exquisita y les dirigió palabras de suma benevolencia. El día de la fiesta de Todos los Santos, tuvieron el honor de ser recibidos por el Padre Santo en audiencia especial.
Su Santidad tuvo la deferencia de recibir antes al comendador Gazzolo y a don Juan Cagliero, el cual manifestó el vivo agradecimiento de los Salesianos por los muchos beneficios concedidos por el Papa a la naciente Congregación y le aseguró que todos los hijos de don Bosco nutrían una gran veneración y afecto a su augusta persona. El Papa le escuchó muy complacido y, después de concederle los favores y gracias que había pedido, apresuró el paso hacia la sala, donde le esperaba el grupo de salesianos, mostrando cierta impaciencia por verlos.
Apenas entró les dijo con inefable amabilidad:
- Aquí tenéis a este pobre viejo, ¿dónde están mis pequeños misioneros?… Vosotros sois los hijos de don Bosco que vais a predicar el evangelio a tierras lejanas, muy bien. ¿Y a dónde vais?
- A la República Argentina.
- Allí tendréis vasto campo para hacer mucho bien. Abrigo la confianza de que seréis muy bien recibidos porque las Autoridades son buenas. Vosotros seréis la buena simiente, o mejor, ya lo sois, pues os han elegido los superiores para esta misión. Esparciréis, pues, en medio de aquellos pueblos vuestras virtudes y haréis mucho bien. Deseo que os multipliquéis, porque es mucha la necesidad y es abundantísima la mies en medio de las tribus salvajes.
Después dirigió a cada uno en particular unas amables palabras. Y acercándose a los coadjutores, que se diferenciaban de los demás por su traje de seglar, preguntó a cada uno por su oficio, dio a besar su mano a todos y por fin los bendijo afectuosamente. Aquellos buenos hermanos salieron conmovidos de la audiencia, dispuestos a llegar hasta el fin del mundo y dar su vida por la fe.
Ceremonia de despedida de los misioneros salesianos (11 noviembre 1875)
Amaneció por fin el 11 de noviembre, consagrado al popular san Martín de Tours. Estamos hoy acostumbrados en el Oratorio a ver partidas y llegadas de toda especie, sin que casi prestemos atención a ello; pero en 1875 se estaba todavía en los albores de la gran historia; una expedición de misioneros hasta los últimos confines de América, hace cincuenta y cinco años, tenía algo de épico a los ojos de quienes vivían en un remoto rincón de Turín, llamado Valdocco. Se miraba a los que partían como a generosos atletas, que marchaban atrevidos a lo desconocido. Al verles ir de acá para allá, vestidos de aquella manera exótica, todos se empeñaban en acercarse a ellos para intercambiar una palabra tan siquiera. Sobre todo don Juan Cagliero, apreciado por los muchachos más que un padre, era el más buscado para las demostraciones de afecto. El ejercicio de la buena muerte llevó a la comunidad entera a una comunión general de inusitado fervor.
A las diez, el repique alegre de las campanas convocó a misioneros, alumnos e invitados a una encantadora función: el bautismo de un muchacho de dieciocho años, de la secta valdense, llamado Giovanelli, que había entrado en el Oratorio hacía poco tiempo y que aquel día abjuraba de los errores de Pedro Valdo para entrar en el seno de la Iglesia Católica. Don Juan Cagliero recibió su abjuración y le administró el bautismo sub conditione. Comenzaba así, a los pies de María Auxiliadora, la misión que continuaría más allá del Atlántico.
Hacia las cuatro de la tarde era tal la afluencia de fieles a la iglesia que hacía prever un llenazo sin precedentes. Se cantaron las vísperas en simple gregoriano, acoplándose a las notas del órgano cientos de voces juveniles que, bajo las majestuosas bóvedas del templo, resonaban vibrantes, armoniosas y devotas. Anteriormente se había dejado oír otra música en el Oratorio. Al dar las cuatro el reloj, y resonar las primeras notas el concierto de campanas, sacudió la casa un rumor impetuoso con un violento golpear de puertas y ventanas. Se había levantado un viento tan fuerte que parecía iba a derribar el Oratorio.
Será casualidad; pero el hecho es que un viento igual sopló el día en que se puso la primera piedra de la iglesia de María Auxiliadora; un viento semejante se repitió cuando la consagración del Santuario; y de nuevo se presentó el día que volvía don Bosco de Varazze después de su enfermedad. Una furiosa ventolera se desencadenó de repente sobre el Oratorio diez días antes de esta expedición, mientras don Juan Cagliero pronunciaba su plática de despedida; y hubo otra casi diez años después, precisamente en el momento en que le llegaba a don Bosco el decreto de los privilegios. Y cuentan otros que el fenómeno se repitió en más ocasiones, precisamente en momentos que revestían alguna importancia. No nos ha sido posible averiguarlo, pero nos parece que basta lo dicho para recelar que había en el fenómeno algo más que puras causas naturales.
Cuando las vísperas llegaron al Magníficat, subieron los Misioneros de dos en dos al presbiterio y se colocaron en medio, en lugares ya preparados para ellos: los sacerdotes, con manteo español y el sombrero de teja en la mano; los coadjutores vestidos de negro y con el sombrero hongo en la mano. Los acompañaban, revestidos de roquete, todos los sacerdotes del Oratorio y todos los Directores.
Por no dejar nada por decir, añadiremos que la deliberación tomada de llamar a Turín a los Directores hubo de discutirse, en razón de los gastos que ello suponía. Pero prevaleció la idea de que, siendo el primer grupo que salía para las misiones, no sólo de Turín sino de todo el Piamonte, convenía hacer las cosas con la mayor solemnidad posible; tanto más que así los Directores tendrían ocasión para contar la ceremonia con todos sus detalles a los alumnos de sus colegios y se podría despertar alguna buena vocación.
Terminadas las Vísperas, subió al púlpito nuestro Beato Padre. Al aparecer en él se hizo el más profundo silencio en aquel mar de gente;la emoción se adueñó del auditorio, que escuchaba embelesado sus palabras. Cada vez que se dirigía directamente a los Misioneros, parecía que su voz se velaba y se negaba a salir de sus labios. Frenaba él, con esfuerzo viril, las lágrimas; pero el auditorio lloraba. Un joven muy inteligente tomó nota de las líneas esenciales del sermón, cuyos conceptos aquí condensados, desarrolló el orador:
Cuando estaba nuestro Divino Salvador en esta tierra, reunió a sus apóstoles antes de irse al Padre celestial y les dijo: Id por todo el mundo… enseñad a todos… predicad el Evangelio a todas las criaturas.
Con estas palabras daba el Salvador a sus apóstoles no solamente un consejo, sino un mandato, para que fueran a llevar la luz del Evangelio por todas las partes de la tierra. Este mandato o misión dio el nombre de misioneros a los que van a promulgar o predicar las verdades de la fe por nuestras tierras o en el extranjero. Ite, id.
Y, cuando nuestro Salvador se fue al Cielo, los Apóstoles cumplieron fielmente el precepto del Maestro. San Pedro y san Pablo se trasladaron a muchos países, ciudades y reinos del mundo. San Andrés se dirigió a Persia, san Bartolomé a la India, Santiago a España y todos, unos por acá y otros por allá, predicaron el Evangelio de Jesucristo, de manera que ya san Pablo pudo escribir a los Romanos: vuestra fe se anuncia por todo el mundo.
¿Pero no hubiera sido mejor que los apóstoles se hubieran quedado primero en Jerusalén para evangelizar a sus habitantes y a los de toda Palestina, especialmente con la comodidad que allí habían tenido para reunirse y discutir los puntos fundamentales de la Religión Católica y el modo de propagarla hasta que no quedara ninguno en aquellas regiones sin creer en Jesucristo? No, no hicieron así. El divino Salvador les había dicho: Ite in mundum universum, id por todo el mundo. Por esto, no pudiendo los apóstoles correr por sí mismos todas las regiones del globo, asociaron a otros, y más tarde a otros operarios evangélicos, y los mandaron acá y allá a propagar la palabra de Dios. San Pedro envió a san Apolinar a Rávena, a san Bernabé a Milán, a san Lino y a otros a Francia, y lo mismo hicieron los demás apóstoles en el gobierno de la Iglesia.
Los Papas, sucesores de san Pedro, hicieron otro tanto, y todos los que fueron a misiones, partieron con el consentimiento del Padre Santo. Y todo esto según las disposiciones del Divino Salvador que estableció, como era necesario, un centro seguro, infalible, al que todos debían remitirse, del que todos dependieran y con el que debían conformarse todos los que predicaran la santa palabra.
Ahora bien, queriendo nosotros, en nuestra pequeñez, cumplir según nuestras fuerzas el mandato de Jesucristo, se presentaban ante nosotros distintas misiones, en China, India, Australia y en la misma América; mas, por varios motivos, especialmente por estar nuestra Congregación en sus comienzos, se prefirió una misión en América del Sur, en la República Argentina. Para seguir la forma establecida, o mejor, el precepto de Jesucristo, apenas se comenzó a tratar de esta misión, se consultó enseguida al que es Cabeza de la Iglesia y todo se fue efectuando en plena inteligencia con su Santidad; nuestros misioneros fueron a visitar al Vicario de Jesucristo, antes de partir a su misión, para recibir su bendición apostólica y luego ir como enviados por el mismo Divino Salvador. Así damos principio a una obra, sin pretensiones, ni pensando convertir al mundo entero en pocos días, no; pero ¿quién sabe si esta partida, si este poco, no será como la semilla que se convertirá en una gran planta? ¿Quién sabe si no será como un grano de mijo o de mostaza que, poco a poco, se irá extendiendo y producirá un gran bien? ¿Quién sabe si esta partida no habrá despertado en el corazón de muchos el deseo de consagrarse a Dios para las Misiones, agregándose a nosotros y reforzando nuestras filas? Yo lo espero así. Ya he visto cuantísimos se ofrecieron para ser elegidos.
Para que os forméis un concepto exacto de la gran necesidad de sacerdotes que hay en la República Argentina, os cito solamente unos párrafos de una carta recientemente recibida de una persona amiga que se encuentra en aquel país. Dice así: «Si en estos países se pudiera tener la comodidad que se tiene, no digo en la iglesia de María Auxiliadora, sino en el más olvidado pueblo de Italia o Francia, ¡ah, qué afortunados se considerarían estos pueblos y qué dóciles y agradecidos serían a la voz del que trabajara por ellos! Pero aquí, a menudo, ni siquiera en punto de muerte se pueden conseguir los auxilios de nuestra Santa Religión. No son pocos los pueblos que están absolutamente privados de la santa Misa. Y me cuenta de un pariente suyo que, deseando oír la misa un domingo, partió el jueves y, para llegar a tiempo, debió darse mucha prisa, sirviéndose de un caballo, de un coche y de todos los medios a su alcance, y apenas pudo llegar al pueblo el domingo por la mañana a la hora de la misa.
Los pocos sacerdotes que hay no son suficientes para administrar los sacramentos a los moribundos, unas veces por la numerosa población que abarca su jurisdicción y otras, por la distancia de los pueblos en que habitan.
Os recomiendo, además, con insistencia particular (dijo dirigiéndose a los misioneros) la dolorosa situación de muchas familias italianas, que viven diseminadas por aquellas ciudades y pueblos y hasta en medio de los campos. Están lejos de las escuelas y de las iglesias, y ni los padres ni los hijos, poco conocedores de la lengua y las costumbres de aquellas tierras, van a participar en las prácticas religiosas, y, cuando van, salen sin entender nada. Por eso me escriben que encontraréis un gran número de muchachos y de adultos que viven en la más deplorable ignorancia de la lectura, la escritura y de todo principio religioso.
Id, buscad a estos hermanos nuestros, a los que la miseria o la aventura llevó a tierras lejanas, e industrias para hacerles conocer cuán grande es la misericordia de Dios, que os manda para bien de sus almas, para ayudarles a conocer y seguir el camino seguro de su eterna salvación.
Además, en las regiones que rodean la parte civilizada viven grandes hordas de salvajes, hasta los cuales no ha llegado todavía la religión de Jesucristo, ni la civilización, ni el comercio, y donde los pies de los europeos no pudieron hasta ahora dejar sus huellas. Estos países son las Pampas, la Patagonia y algunas islas cercanas, que forman quizá un continente superior a toda Europa.
Todas estas vastísimas extensiones ignoran el Cristianismo, no conocen en absoluto ningún principio de civilización, de comercio, de religión. ¡Ah! Pidamos al dueño de la viña que mande obreros a su mies, que mande muchos, pero que los mande formados según su corazón, a fin de que se propague el reino de Jesucristo en la tierra.
Al llegar a este punto debería pedir a todos los que me escucháis que recéis por nuestros misioneros; espero que lo haréis. Nosotros no dejaremos pasar un día sin pedir a María Auxiliadora por ellos y me parece que María, que hoy bendice su partida, no dejara de bendecir el progreso de la misión.
Debería también dirigir unas palabras de agradecimiento a nuestros bienhechores, que tanto han trabajado para el éxito de esta misión. Pero ¿qué diré? Nos dirigiremos a Jesús Sacramentado, que se va a exponer para la bendición, y le pediremos que recompense todo lo que hicieron en favor de esta nuestra casa, de la Congregación y de esta misión.
Debería hablar de un ilustre personaje que inició, prosiguió y condujo a término la piadosa empresa; pero no debo hablar de él por encontrarse aquí presente; me reservo otra ocasión para hacerlo.
Ahora os dirigiré unas palabras a vosotros, hijos míos, los que estáis a punto de partir.
Os recomiendo, lo primero, que en vuestras oraciones privadas y comunitarias no olvidéis jamas a nuestros bienhechores de Europa, que ofrezcáis al Padre celeste las primeras almas que ganéis para Cristo en homenaje y como prenda de gratitud a los beneméritos cooperadores de esta misión. A cada uno en particular ya le he dicho de viva voz lo que me dictaba el corazón y yo creía mas útil; a todos os entregaré escritos unos recuerdos especiales que deseo sean como mi testamento para los que van a aquellos lejanos países y que quizá no tendré el consuelo de volver a ver en esta tierra.
Pero me falta la voz y las lagrimas sofocan mi palabra. Solamente os digo que, si mi alma esta conmovida en estos momentos por vuestra partida, mi corazón esta henchido de inmensa satisfacción, al ver consolidada nuestra Congregación, al ver que en nuestra poquedad, también nosotros ponemos nuestra piedrecita en el gran edificio de la Iglesia. Sí, marchad, con entusiasmo; pero recordad que hay una sola Iglesia que se extiende por Europa, por América y por todo el mundo y recibe en su seno a los habitantes de todas las naciones que acuden a refugiarse en su seno maternal.
Cristo es Salvador de las almas que están aquí y de las que están allá. Uno es el Evangelio que se predica en un lugar y el que se predica en otro; de forma que, aunque separados en el cuerpo, tenemos en todas partes unidad de espíritu, y trabajamos todos para la mayor gloria de Dios y del Salvador, Nuestro Señor Jesucristo.
Pero doquiera os encontréis, amados hijos, debéis tener siempre presente que sois sacerdotes católicos y que sois salesianos. Como católicos, habéis ido a Roma a reicbir la bendición y, mas aún, la misión del Sumo Pontífice. Y con este hecho pronunciáis una fórmula, una profesión de fe y dais a conocer públicamente que sois enviados por el Vicario de Cristo a cumplir la misma misión de los apóstoles, como enviados por el mismo Jesucristo.
Por tanto, los sacramentos, y el mismo Evangelio predicado por el Salvador y por los apóstoles y por los sucesores de san Pedro, hasta nuestros días; esta misma Religión
y estos mismos sacramentos debéis amarlos, profesarlos y predicarlos celosamente, lo mismo que os toque vivir entre salvajes, que en pueblos civilizados. Dios os libre de decir una sola palabra o hacer la más mínima acción que sea o pueda interpretarse como contraria a lo que infaliblemente enseña la Suprema Sede de Pedro, que es la Sede de Jesucristo, a quien todo debe referirse y de quien todo debe depender.
Como Salesianos, sea cualquiera la parte del globo donde os encontréis, por muy remota que sea, no os olvidéis de que aquí, en Italia, tenéis un Padre que os ama en el Señor, una Congregación que piensa en vosotros, y en cualquier eventualidad os proveerá de todo, y siempre os recibirá como hermanos.
Id, pues; deberéis soportar todo género de fatigas, de dificultades, de peligros, pero no temáis, Dios está con vosotros; El os dará tanta gracia, que podréis decir con san Pablo: -Yo solo nada puedo, pero con el auxilio divino soy omnipotente; omnia possum in eo qui me confortat. Os vais, pero no os vais solos, os acompañamos todos; vuestros compañeros seguirán vuestro ejemplo e irán con vosotros al campo de la gloria y de las tribulaciones. Y los que no puedan ir con vosotros, para acompañaros en el campo evangélico, que la divina Providencia os ha señalado, os acompañarán con el pensamiento y la oración y condividirán con vosotros los consuelos, las aflicciones, las flores y las espinas, a fin de que, con el favor divino, podáis alcanzar muchos méritos con todo lo que tengáis que soportar para la salvación de las almas redimidas por Cristo. Id, pues; el Vicario de Jesucristo y nuestro veneradísimo señor Arzobispo os han bendecido; yo también, con todo el afecto de mi corazón, invoco copiosas bendiciones divinas sobre vosotros, vuestro viaje, todas vuestras empresas y fatigas.
¡Adiós! Quizá no nos podamos volver a ver todos en esta tierra. Por un poco de tiempo estaremos separados corporalmente, pero un día nos reuniremos para siempre. Al final, trabajando por el Señor, oiremos que nos dirán: Euge, serve bone et fidelis, intra in gaudium Domini tui (bravo, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor).
Bajo el Beato del púlpito y el párroco de Borgodora impartió la bendición solemne con el Santísimo Sacramento. Escribe un testigo ocular 1: «El altar magníficamente adornado, los centenares de luces resplandecientes, la imagen de María Auxiliadora presidiendo desde el gran cuadro del altar añadían un suave e imponente aspecto a la función». Después del canto del motete Sit nomen Domini benedictum, compuesto por don Juan Cagliero, un coro de voces argentinas interpretó un precioso Tantum ergo.
Después de la bendición, entonaron los cantores el Veni Creator. A continuación subió don Bosco al altar y rezó las bellísimas oraciones que la Iglesia pone en boca de sus ministros, al empezar un viaje, y especialmente en peregrinaciones apostólicas. El Beato clausuró las preces con su paternal bendición a los nuevos misioneros, que se recibió en medio de un silencio universal.
Vino entonces la parte más patética de la ceremonia, que suscitó llantos y sollozos por todas partes y puso a prueba la serenidad de los jóvenes apóstoles. Mientras un coro de niños entonaba desde el coro el motete Sit nomen Domini benedictum ex hoc nunc et usque in saeculum, en el presbiterio, en medio de la conmoción de todos, el amado Padre y los sacerdotes asistentes daban el abrazo de despedida a los que partían. La conmoción llegó al colmo cuando los diez misioneros, saliendo de la balaustrada, atravesaron la iglesia pasando entre los muchachos y conocidos. Se agolpaban en su derredor para besarles la mano y la sotana. El Beato llegó el último al umbral de la puerta, desde donde contempló un grandioso espectáculo: la plaza repleta de gente y una larga fila de coches esperaba a los misioneros, al tenue resplandor de las luces que iluminaban la noche, con el torrente de luz que salía por la puerta de la basílica, abierta de par en par, bajo un cielo límpido y estrellado y una suave brisa que acariciaba a los espectadores. Don Juan Bautista Lemoyne no pudo contener los afectos que henchían su alma y exclamó:
- ¡Ah! don Bosco, ¿empieza a cumplirse ahora lo de «de aquí saldrá mi gloria»?.
- Es verdad, respondió don Bosco profundamente conmovido.
Cuando Dios quiso, los misioneros, acompañados por don Bosco y el cónsul argentino, subieron a los coches que, despacio primero y al trote después, se dirigieron a la estación del ferrocarril. Pero fueron más rápidos los alumnos de Valsálice, que les habían precedido a escape y aguardaban en la sala de espera. Y partieron casi inmediatamente hacia Génova.
Los 20 avisos a los misioneros:
El Beato Padre había prometido en su plática entregar a los misioneros unos recuerdos especiales, como testamento del padre a sus hijos, que quizás no volvería a ver. Los había escrito a lápiz, durante uno de sus últimos viajes, en su cuadernito de apuntes; mandó sacar copias y los entregó a cada uno en propia mano, mientras se alejaban del altar de María Auxiliadora. Sirvan los veinte avisos como sello de este capítulo:


