El final de los tiempos es uno de los temas que aparece siempre desde las primeras mitologías. La existencia evidente de una vida que se desarrolla y está en continua evolución, a pesar de ser perecedera, hace que el ser humano de todos los tiempos se haya preguntado el cuándo y el cómo del fin temporal de este mundo.

Quizás el ser humano actual, que ve claramente día tras día cómo el mundo está siendo destruido por la contaminación y el uso desproporcionado de los recursos, es más consciente de la posible llegada del final en un corto periodo de tiempo.

Sin embargo, no se trata de la certeza científica del fin del mundo de aquella de la que habla el credo, ni mucho menos de la que hablan las mitologías del pasado, para las que no era evidente una llegada del final por el agotamiento del planeta en el que vivían.

La parte del credo que estamos analizando dice lo siguiente: “vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Con el vendrá anunciamos la esperanza en la parusía o venida de Cristo, que tendrá como finalidad el juicio. Las palabras parusía y juicio no hablan de otra cosa que de la esperanza en final último de la existencia.

Juan el Bautista, precursor de Jesús, anunciaba la llegada inminente del juicio denunciando así a los fariseos: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad frutos dignos de conversión (Lc 3, 7-8). Los pronósticos se cumplen con la llegada de Jesús, con el que se da cumplimiento a todas las profecías. Tras la muerte de Jesús los primeros cristianos hablaban de ese final de los tiempos como parusía o la venida del Hijo del hombre. Esta parusía que tenía que ser inminente empezó a retrasarse en el tiempo, obligando a los discípulos a hacer una remodelación. De esta manera, los textos más tempranos del nuevo testamento hablan de la llegada pronta del final, mientras que los más tardíos  relativizan el tiempo.

San Pablo habla de la presencia del reino en la historia, aunque también hará hincapié, como la segunda carta de San Pedro,  en la esperanza en ‘’nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia” (2 Pe 3, 13). Porque como dice San Pablo ‘’Es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo en su vida mortal, el bien o el mal’’ (2 Cor 5,10).

De esta manera, podemos ver tanto en los evangelios como en Pablo una conciencia de un reino que se da ya, pero que también tendrá que llegar en el futuro.

Muchas imágenes sobre la parusía pueden venir a nuestra mente, que quizás pueden estar anquilosadas en el pasado, desvirtuando su verdadero sentido y significado. El vocablo griego parusía se refiere a la aparición de los dioses de manera gloriosa, de ahí el “de nuevo vendrá con gloria” del credo, como imagen de esta venida futura.

En el nuevo testamento encontramos muchas imágenes representativas de este final, que no hay que tomarlas como visiones del futuro, sino como imágenes que quieren dar una explicación de este final de los tiempos. Estas imágenes nos quieren hacer recordar el verdadero sentido de todo esto. No podemos pensar en una vida terrena eterna, ya sea individual como colectiva. Es necesario para el creyente tener la esperanza en la llegada de un final de la historia de la salvación.

Sin embargo, esto no nos lleva a quedarnos de brazos cruzados, esperando la llegada de esta manifestación de Cristo. La convicción del creyente de que Cristo ha vencido ya la muerte y el sufrimiento, nos lleva a dar testimonio de Él.

  • El juicio de la misericordia

Todos conocemos las parábolas del capítulo 25 de Mateo, comenzando por la de las vírgenes prudentes, seguida por la de los talentos y concluyendo con la parábola del juicio final, que solo aparece en este evangelio. En esta última el hijo del hombre vendrá con sus ángeles a juzgar a todas las naciones. Como un pastor separará a las ovejas de las cabras, a su derecha e izquierda, juzgando los actos buenos o malos de cada redil. Los primeros irán a la vida eterna, y los segundos al castigo eterno.

Muy bien representada aparece esta parábola en el cuadro de la capilla Sixtina de Miguel Ángel, donde Cristo, como centro de la obra, aparece con una expresión de ira y separa junto a su madre a los que suben al cielo o bajan al infierno.

Esta forma de expresar el juicio acusativo de Jesús contrasta con la preciosa interrogación de la carta a los romanos: “¿quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?” (Rom 8, 34) o el propio evangelio del discípulo amado donde manifiesta la convicción de que “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo. El que cree en él no será juzgado, pero el que no cree ya está juzgado” (Jn 3, 17-19).

Esta doble visión del juicio nos puede llevar a una primera visión, donde seremos juzgados por nuestros actos éticos, u otra visión donde será la fe la que nos salvará al final.

Los binomios salvación-condena, cielo-infierno han sido desde siempre fruto de controversia. No quiero centrarme ahora en realizar una definición de lo que significa cada realidad, sino de hacer entrar al lector en una reflexión individual de la que pueda sacar una propia conclusión.

Quisiera para esta reflexión partir de esta pregunta: ¿ha creado el Dios-amor predicado por Jesús este mundo para condenarlo o para salvarlo? Es el propio Jesús el que responde en el evangelio, escandalizando a los propios judíos. En Nazaret, su propio pueblo, narra el evangelio de Lucas, Jesús va el sábado a la sinagoga y proclama un pasaje de Isaías: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Curiosamente este pasaje se repite tanto en Marcos como en Mateo.

¿Qué escandalo puede provocar esta afirmación de Jesús? Para aquellos que no conocen el pasaje de Isaías que proclama Jesús podría quedar como una bonita propuesta de libertad esperada por todos. Sin embargo, los judíos, que conocían este pasaje, que boquiabiertos y estupefactos al ver cómo Jesús enrolla el pergamino sin continuar el siguiente versículo que dice lo siguiente: “día de venganza de nuestro Dios”. Imaginad la desilusión de los judíos, practicantes incansables de la ley, cuando Jesús empieza a predicar el amor a un Dios que “hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).

La salvación que nos trae Jesús nos escandaliza aún más en la actualidad. Los seres humanos, que nos tomamos la justicia, según lo que cada uno “merece”, nos escandalizamos ante las afirmaciones que Jesús nos hace en el mismo evangelio: “Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo” (Jn12, 47). No nos engañemos, no es Jesús el que nos juzga, sino nosotros mismos los que nos juzgamos entre nosotros.

Por tanto, el juicio de Jesús no será de condena, sino de amor y misericordia. Parábolas como la del hijo pródigo o la oveja perdida nos muestran esa manera de hacer que tiene Dios, que está siempre esperando a sus hijos con los brazos abiertos para el encuentro definitivo con Él. Dios vencerá para siempre la muerte y el pecado y nos colmará de salvación eterna.

  • Cielo e infierno ¿y el purgatorio?

La Iglesia siempre ha proclamado como dogma la existencia del infierno. Sin embargo, se sigue viendo el infierno como el lugar del fuego eterno donde Dios condena a los que no se comportan bien durante la vida presente.

¿Cómo puede un Dios de infinita misericordia condenar para siempre, eternamente a sus hijos amados? No es voluntad de Dios condenar a sus hijos. El infierno no puede ser creación suya. ¿Puede crear un Dios perfecto la peor condena para sus amados hijos? No, Dios no puede querer el infierno.

Sin embargo, Dios, aunque quiera, no puede eliminar la existencia del infierno. La libertad conferida al hombre en el proceso creador, ha dado lugar a la existencia de una libertad de elección entre el pecado o el bien. Esta libertad conlleva por ende la existencia irremediable del infierno. El ser humano, por mucho dolor que pueda sentir Dios, tiene capacidad de pecar y decir libremente a Dios que no quiere aceptar su proyecto amoroso. De tantos noes y tanto pecado en el mundo nos encontramos irremediablemente con tantas situaciones de infierno en la vida de tantas personas.

Hemos vislumbrado ya la posibilidad de un cielo y un infierno como posibilidad o no del encuentro definitivo con el Padre Dios.

Desde siempre los creyentes han intentado explicar con imágenes cómo será nuestra morada eterna. No solo los creyentes en Jesucristo, sino todas las creencias han intentado dar una propuesta sobre la forma que tendrá el más allá. Se me ocurre una de las frases de uno de los diálogos más bonitos de la última película del señor de los anillos. Cuando el pequeño hobbit Pippin cree que va a llegar el final, el resucitado Gandalf el blanco le responde:

¿Final? No, el viaje no concluye aquí. La muerte es solo otro sendero que recorreremos todos. El velo gris de este mundo se levanta y todo se convierte en plateado cristal. Es entonces cuando se ve […] la blanca orilla y más allá. La inmensa campiña verde tendida ante un fugaz amanecer.

Distintas imágenes, unas más poéticas que otras, para explicar el destino final de todo ser humano. Sin embargo, no sabemos en realidad cómo son estas realidades. Así, al igual que en el génesis se utilizan mitos para expresar la creación de Dios, de nuevo ahora los evangelistas utilizarán muchas imágenes para intentar explicar este final de los tiempos.

Muchas historias de paraísos encima de las nubes nos han querido mostrar la existencia de un cielo donde está Dios. Sin embargo, todas estas realidades son atemporales y metafísicas, es decir, no entran dentro de los parámetros del tiempo ni del espacio. El llamado cielo, sin entrar en el desarrollo del vocablo a lo largo de la historia, ni el el uso de los evangelios, es en realidad el Reino de Dios, que no es más que el encuentro definitivo con Dios que nos reconcilia con nosotros mismos, con los demás y con él. No sabemos cómo será, pero si tenemos la certeza de la fe de que tendrá lugar este encuentro después de la muerte.

En todo ser humano está ese anhelo de felicidad eterna, que no es otra cosa que el cielo. Sin embargo, la existencia del pecado es para el creyente un obstáculo que dificulta ese deseado encuentro. Somos inmaduros y pecadores toda la vida. Por eso, el encuentro definitivo con el Padre es a veces dificultoso para algunos. ¿Podremos de verdad soportar tanto amor y misericordia? ¿No podrá el orgullo de ser más que Dios obstaculizar el encuentro con el Padre? Esto será el purgatorio.

Muchas veces hemos concebido el purgatorio como un lugar donde estaremos durante un tiempo purgando dolorosamente nuestros pecados. Sin embargo, ¿Cómo se puede pasar un tiempo en una realidad que no tiene tiempo? El purgatorio es un proceso purificador, vocablo que el Concilio Vaticano II cambió por el de purgar, pero no es un pequeño infierno.  Es un proceso en el cual podemos transformar nuestro interior gracias al encuentro definitivo con Dios que nos purifica. Aunque para ello hay que estar dispuesto.

Por último, hablaré del infierno, desarrollando la idea anteriormente expuesta. No podemos concebir un Dios que es infinita misericordia, pero que condena a su vez. Es incompatible. Dios solo quiere la salvación del hombre, pero nos deja libre. Es esta libertad la que hace que no sea automática la salvación, sino que conlleve previamente una elección del amor misericordioso de Dios.

La elección del mal hace que el ser humano opte por alejarse definitivamente de Dios. Aunque es difícil creer que alguien no acepte la misericordia de Dios y su amor infinito, tenemos que respetar la elección de cada uno, y por tanto, creer en la existencia del infierno. Pero no en un infierno donde Dios se regocija en hacer mal a sus hijos.

Concluyo con esta reflexión personal, para aquellos que se preguntan: ¿entonces para qué tener fe? ¿para qué ir a misa? ¿para que hacer sacrificios si Dios me quiere igual? ¿para que me esfuerzo en ser un buen cristiano pudiendo hacer lo que me da la gana?.

A veces nos pasa como a los de la parábola de la viña, que se sorprenden al final de que se les pague a todos por igual. ¿Acaso no somos felices los que trabajamos en la viña junto al padre que necesitamos que se nos pague con aquello que se nos da gratis? ¿Nos pasa como al hermano del hijo pródigo que sentimos el celo ante el amor del padre hacia los demás que quieren aceptar su misericordia y amor solo porque nos creemos superiores por haber tenido la gracia de haber estado junto a él más tiempo?  ¿Vemos la fe como una carga o como un don que se nos ha dado gratis?

Dejemos de pensar en cómo tiene que actuar Dios y vivamos nuestra fe con la esperanza de que nos encontraremos un día con sus brazos misericordiosos y llenos de ternura, que estará dispuesto a acogernos tal y como somos con los brazos abiertos. Él siempre nos sueña mejores, pero no va dejarnos solos en nuestro duelo  final. Pongamos nuestra confianza en Él y dejémonos inundar por su gracia, sin miedo ni temor.

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