Día 9: La Inmaculada y las FMA
De las Memorias Biográficas (13,188)
Aquel año hizo don Bosco a las hermanas un precioso regalo en la fiesta de la Inmaculada: les entregó la santa Regla impresa, conforme al texto aprobado dos años antes a iniciativa suya por el Ordinario de la diócesis de Acqui. Antes de colgar los dos carteles mencionados poco ha, ya había otro en el pórtico y en la escalera con la sentencia dictada por don Santiago Costamagna: «Toda religiosa debe ser una reproducción de la santa Regla». El tener ahora en su mano el libro de las reglas debía ayudarles mucho para obtener aquel efecto. Encabezan el librito unas paternales amonestaciones, que agradará a nuestros lectores ver reproducidas aquí.
A las Hijas de María Auxiliadora:
Gracias a la bondad de nuestro Padre Celestial el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora, al que por fortuna pertenecéis, alcanzó de algún tiempo acá un gran desarrollo. En el período de pocos años hemos podido inaugurar un buen número de casas en el Piamonte, en Liguria, en Francia, y hasta en tierras de América.
Cuando el Instituto estaba concentrado en la Casa Madre de Mornese, unos cuantos ejemplares podían ser suficientes para que cada hermana tuviese conocimiento de ellas; pero ahora que, gracias a la divina Providencia, se han multiplicado las casas y las hermanas repartidas en ellas, ya no son suficientes.
Por eso he creído que sería para mayor gloria de Dios y provecho de vuestra alma, mandarlas imprimir; y hoy os las presento. Las reglas han tenido ya la aprobación de varios Obispos, los cuales las encontraron plenamente ajustadas para santificar a una Hija, que aspire a ser toda de Jesús y que, al mismo tiempo, quiera dedicar su propia vida al servicio del prójimo, especialmente a la educación de las niñas pobres. Es más;
el mismo Instituto fue aceptado y aprobado con un Decreto especial por el Rvmo. Obispo de Acqui, en cuya diócesis nació en 1872 y sigue prosperando hasta el día de hoy.
Guardad, pues, con cariño las reglas que lo gobiernan, leedlas, meditadlas, pero, sobre todo, no olvidéis nunca que de nada serviría saberlas, hasta de memoria, si después no las ponéis en práctica. Por lo tanto, aplíquese cada una con la mayor solicitud a observarlas puntualmente; tiendan a ello la vigilancia y el celo de la Superiora, la diligencia y el empeño de las súbditas. Si lo hacéis así, encontraréis en vuestra Congregación la paz del corazón, caminaréis por la senda del cielo y os haréis santas.
Día 8: La devoción de Don Bosco
De las Memorias Biográficas (5, 118):
La fiesta de la Inmaculada se convirtió en su fiesta predilecta, aun cuando siguió celebrando con toda solemnidad la de la Asunción.
- ¿Quién puede describir el amor de don Bosco a la Virgen? Era para él la primera devoción, después de la del Santísimo Sacramento.
Parecía vivir sólo para Ella. Recomendaba continuamente esta devoción a todo el mundo, cuando predicaba, cuando confesaba, cuando hablaba familiarmente, con una ternura filial que se traslucía en su rostro. Visitaba a menudo los santuarios de su Madre celestial. Llevaba siempre consigo medallas bendecidas y estampitas de María Santísima que repartía con gusto, sobre todo a los niños, que se apretujaban a su alrededor, recomendándoles que la llevaran encima y rezaran todos los días a la Virgen.
Cantaba jubiloso y entusiasmado con los muchachos, lo mismo en la iglesia que en el patio, las canciones a María, y como si no le bastara la voz cuando entonaba Somos hijos de María, levantaba los brazos lleno de alegría y los movía con santa sencillez marcando el compás.
Día 7: La Inmaculada en el Oratorio
De las Memorias Biográficas (6, 79):
Los muchachos del Oratorio, cada vez más enardecidos de amor a la Virgen con estos relatos, celebraron aquel año la novena y la fiesta de la Inmaculada con particular fervor y muchos escribieron los actos de piedad, que propusieron hacer en aquellos días. Habíalo aconsejado don Bosco. Magone, escribió sus propósitos que eran los siguientes:
«Yo Miguel Magone, quiero hacer bien esta novena y prometo:
- Despegar mi corazón de todas las cosas del mundo para darlo todo a la Virgen.
- Hacer confesión general para tener la conciencia tranquila en punto de muerte.
- Dejar cada día el desayuno como penitencia de mis pecados, o rezar los siete gozos de María para merecer su asistencia en las últimas horas de mi agonía.
- Comulgar diariamente contando con el consejo del confesor.
- Contar cada día a mis compañeros un ejemplo en honor de María.
- Llevaré este escrito a los pies de la imagen de la Virgen y con este acto quiero consagrarme enteramente a Ella, y propongo ser en adelante todo suyo, hasta el último instante de mi vida».
Día 6: Domingo Savio y la Inmaculada
Memorias Biográficas 12, 482:
Mañana empieza la novena de la Inmaculada Concepción y desearía que la hicieseis con la mayor devoción posible. Por la mañana y por la tarde, oís cantar: «Bendita sea la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios». Es ésta una plegaria de los fieles en honor de María Santísima; pero la Iglesia, para ensalzar su Inmaculada Concepción, instituyó una solemnidad, cuya novena comenzaremos mañana y que, así lo espero del Señor, terminaremos después de haber recibido alguna gracia extraordinaria.
Recuerdo todavía, como si fuese hoy, el rostro alegre, angelical de Domingo Savio, tan dócil y tan bueno. Vino a verme la víspera de la novena de la Inmaculada Concepción y tuvo conmigo un diálogo, que está impreso en su Vida, aunque bastante más breve, y que muchos ya habrán leído y los demás pueden leer. El diálogo fue muy largo. Me dijo:
- Yo sé que la Virgen concede un gran número de gracias a quien hace bien sus novenas.
- ¿Y tú qué quieres hacer en esta novena en honor de la Virgen?, le pregunté.
- Quisiera hacer muchas cosas.
- ¿Por ejemplo…?
- Ante todo quiero hacer una confesión general de mi vida, para tener bien preparada mi alma. Luego procuraré cumplir exactamente las florecillas, que para cada día de la novena se darán el día anterior. Quisiera además portarme de manera que pueda cada mañana recibir la santa comunión.
Y se calló, pero como uno que no ha acabado todavía lo que quiere decir. -Y »no tienes nada más?, seguí preguntándole.
- Sí, tengo una cosa.
- ¿Cuál es?
- Quiero declarar guerra a muerte al pecado mortal.
- ¿Y qué más?
- Quiero pedirle mucho, mucho a la Santísima Virgen y al Señor, que me manden la muerte antes que dejarme caer en un pecado venial contra la modestia.
Diome a continuación un papelito en el que había escrito: «Quiero ante todo hacer una confesión general, después de pedir a María Inmaculada que me conserve sin mancha, de suerte que pueda recibir todos los días la santa Comunión y que me haga morir antes que pueda caer en pecado mortal». Y mantuvo sus promesas, porque la Santísima Virgen le ayudaba. Y él, mis queridos hijos, tenía vuestra misma edad, era de carne y hueso como nosotros, tenía las mismas malas inclinaciones que tenemos nosotros, vivía en estos mismos lugares, se había educado en el mismo Oratorio que vosotros, estudiaba en la misma sala y en las mismas aulas, dormía en vuestros dormitorios, comía el mismo pan que coméis vosotros; únicamente era algo mejor que nosotros y nos dejó un buen ejemplo.
Día 5: Sueño de las dos columnas
De las Memorias Biográficas (18, 169-172):
Quiero contarte un sueño. Es cierto que aquellos que sueñan no tienen razón, sin embargo, yo, que incluso te contaría mis pecados, si no tuviera miedo de hacer que todos se desmoronen y de que la casa caiga, te lo contaré por tu utilidad espiritual. El sueño que hice es de unos días.
Imagina estar conmigo en la playa del mar, o mejor dicho, en una roca aislada y sin ver ningún otro espacio en la tierra, excepto lo que ves debajo de tus pies. En toda esa vasta superficie de las aguas se ve una innumerable multitud de naves ordenadas para la batalla, cuyas proas se terminan en una tribuna de hierro afilado como una flecha, que empujaba las heridas y lo perforaba todo. Estos barcos están armados con cañones, cargados con rifles, otras armas de todo tipo, materiales incendiarios e incluso libros, y avanzan contra un barco mucho más grande y más alto que todos ellos, tratando de golpearlo con el pico, de Enciéndalo o de lo contrario, haga cualquier fallo posible.
En esa majestuosa nave completamente amueblada, muchas naves espaciales están a su disposición, las cuales reciben de ella señales de comando y realizan evoluciones para defenderse de las flotas contrarias. El viento está en contra de ellos y el mar agitado parece favorecer a los enemigos.
En medio de la inmensa extensión del mar, dos columnas fuertes y altas se levantan de las olas, no muy lejos una de la otra. Encima de uno está la estatua de la Inmaculada Virgen, a cuyos pies cuelga un gran letrero con esta inscripción: – Auxilium Christianorum; – en el otro, que es mucho más alto y más grueso, hay una Hostia de tamaño proporcional a la columna y debajo de otro signo con las palabras: Salus credentium.
El comandante supremo de la gran nave, que es el Romano Pontífice, al ver la furia de sus enemigos y la mala fiesta en la que se encuentran sus seguidores, piensa en convocar a los pilotos de las naves secundarias que lo rodean para que lo aconsejen y decidan qué hacer. Todos los pilotos suben y se reúnen alrededor del Papa. Se mantienen unidos, pero enfureciendo cada vez más el viento y la tormenta, son enviados de regreso para gobernar sus barcos.
Habiéndose establecido un poco, el Papa reunió a los pilotos a su alrededor por segunda vez, mientras que el barco capitán siguió su curso. Pero la tormenta vuelve aterradora.
El Papa está a la cabeza y todos sus esfuerzos están dirigidos a traer la nave en medio de esas dos columnas, desde la parte superior de la cual cuelgan muchas anclas y grandes ganchos unidos a cadenas.
Las naves enemigas se mueven para atacarlo e intentan detenerlo y sumergirlo. El escrito con libros, con materiales incendiarios de los cuales se rellenan y que intentan tirar a bordo; Los otros con las armas, con las armas y con los rostros: la lucha se vuelve cada vez más feroz. Los enemigos los atacan violentamente, pero sus esfuerzos y su ímpetu tienen éxito. En vano intentan el juicio nuevamente y desperdician todo su trabajo y municiones: el gran barco avanza con seguridad y franqueza en su camino. A veces sucede que, golpeado por trazos formidables, trae a sus lados una fisura grande y profunda, pero tan pronto como se hace, la falla se origina en las dos columnas y las fugas se cierran nuevamente y los orificios se bloquean.
Y mientras tanto, los cañones de los atacantes explotan, los rifles están rotos, todas las demás armas y rostros; Muchos barcos se rompen y se hunden en el mar. Entonces los enemigos furiosos toman para luchar con armas cortas; Y con manos, puños, blasfemias, y maldiciones.
Quand’ecco que el papa, gravemente golpeado, cae. Inmediatamente aquellos, que están juntos con él, corren para ayudarlo y criarlo. El papa es golpeado por segunda vez, cae de nuevo y muere. Un grito de victoria y alegría resuena entre los enemigos; En sus naves hay un alboroto indecible. Sin embargo, tan pronto como el Papa murió, otro Papa tomó su lugar. Los pilotos reunidos lo eligieron tan repentinamente que la noticia de la muerte del Papa llega con la noticia de la elección de su sucesor. Los opositores comienzan a perder coraje.
El nuevo Papa venció y superó todos los obstáculos, lleva la nave hasta las dos columnas y llegó a la mitad de ellas, la ató con una cadena que colgaba de la proa a un ancla de la columna sobre la cual se encontraba la Hueste; y con otra cadena que colgaba de la popa en el lado opuesto a otro ancla que cuelga de la columna en la que se coloca la Virgen Inmaculada.
Entonces se produce un gran trastorno. Todos los barcos que habían luchado hasta ese momento, uno en el que se sentó el Papa, huyen, se dispersan, chocan y se aplastan entre sí. Los dos se hunden y tratan de hundir a los demás. Algunos barcos que lucharon valientemente con el Papa son los primeros en unirse a esas columnas.
Muchos otros barcos, que se han retirado por temor a la batalla, están a gran distancia, observan con cautela, hasta que los restos de todos los barcos deshilachados se desvanecen en los remolinos del mar, a gran velocidad en el momento de esas dos columnas, donde llegan pegados a la Los ganchos cuelgan de ellos, y allí permanecen tranquilos y seguros, junto con la nave principal en la que se encuentra el Papa. En el mar reina una gran calma.
Día 4: El dogma de la Inmaculada
De las Memorias Biográficas (4,117):
En efecto, contó mamá Margarita a don Juan Bonetti que una noche de aquella semana, en la que el cólera comenzaba sus estragos, después de un día de trabajo excesivo, don Bosco se acostó y se adormeció. Pero no tardó en despertarse; sentía gran debilidad general, después frío y calambres en los pies y en las piernas. Le daba vueltas la cabeza, síntomas de vómito le revolvían el estómago; sentía, en fin, los signos precursores del gran enemigo. Se sentó en la cama. ¿Qué hacer? Tomó la campanilla para llamar a la gente, pero no la agitó. Tenía miedo de asustar a los muchachos si pedía socorro. Empezó a encomendarse a María Santísima, echándose en manos del Señor, y se prestó a sí mismo los cuidados que dispensaba a los coléricos. Así que, sosteniendo con ambas manos la manta y la sábana, empezó a frotarse un pie contra otro y a agitar pies y piernas en la cama con tanta fuerza que, al cuarto de hora, agotado y molido de cansancio, todo su cuerpo sudaba copiosamente. En aquel estado se durmió y se despertó por la mañana sin malestar alguno. Fue el único caso de cólera que hubo en casa, ocasionado, sin duda, por la caridad con sus muchachos y sobre todo por un motivo muy superior, inspirado por el sentimiento de viva fe por el triunfo de la Iglesia y de la Santísima Virgen. Nosotros, basándonos en ciertas palabras y escritos suyos tenemos razones más que suficientes para estar convencidos de que don Bosco había ofrecido generosamente su vida a Dios para alcanzar que aquel año se proclamara el dogma de la Inmaculada Concepción de la bienaventurada Virgen María. Y es también un hecho cierto que recordó con mucho encomio a personas que habían hecho el mismo voto en el año 1854. Por eso creemos que el mal que le agarró, fue una prueba de que el Señor había aceptado su sacrificio, y su curación fue efecto de la bondad de María Santísima.
Una vez pasado totalmente el peligro en la ciudad y en sus alrededores, quiso don Bosco que sus muchachos dieran sentidas gracias al Señor por haberlos librado tan amorosamente. Fijó para ello el día 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, el mismo día en que lo proclamaba solemnemente dogma de fe el inmortal Pontífice Pío IX en la Basílica Vaticana, rodeado de doscientos Cardenales, Patriarcas, Arzobispos y Obispos, que habían acudido desde los más apartados lugares del mundo.
Día 3: Primer decenio del Oratorio
De las Memorias Biográficas (4,247):
El 8 de diciembre de aquel mismo año 1851 se cumplía el primer decenio del comienzo del Oratorio, y el domingo anterior lo recordó don Bosco a los muchachos con cariñosas palabras. El habría querido celebrar el décimo aniversario de su institución con singular solemnidad; pero, como no tenía aún a punto la iglesia nueva, se limitó a enfervorizar a sus alumnos par dar gracias juntamente con él a la Inmaculada Concepción por la maternal benevolencia, con la que hasta el presente les había rodeado y protegido, y contarles muy por encima las mayores gracias recibidas durante aquel tiempo; recomendó que, como manifestación de su filial agradecimiento, se acercasen aquel día a recibir los santos sacramentos en honor de María.
Todos condescendieron; y, bajo el manto de la Reina celestial, comenzaba el segundo decenio. Puede llamarse el primero, período de nacimiento e infancia, el segundo, de crecimiento y adolescencia.
Día 2: La Inmaculada en el Oratorio
De las Memorias Biográficas (2,195-196):
Don Bosco fue a hablar con la Marquesa; y como hasta agosto del año siguiente 1845 no se abría el Hospitalito, la buena señora accedió a que se habilitaran para los jovencitos dos espaciosas habitaciones. Para ir a ellas, se pasaba por la puerta de dicho hospital y, por el callejón que separa la obra del Cottolengo del edificio, se llegaba hasta la actual habitación de los sacerdotes y, por la escalera interior, se subía hasta la tercera planta. Esta estaba destinada para recreo de los sacerdotes del Refugio, cuando trasladaran su habitación a la segunda planta.
Este fue el lugar elegido por la divina Providencia para la primera iglesia del Oratorio. El Superior Eclesiástico, por decreto del 6 de diciembre, concedía a don Bosco la facultad de bendecirla, de celebrar
la santa misa en ella, dar la bendición con el Santísimo y hacer triduos y novenas. Un sencillo altar de madera en forma de mesa, con los paramentos estrictamente necesarios, pero con su sagrario dorado y un pequeño trono con dos angelitos en adoración, una capa pluvial, una casulla multicolor, un viejo estolón y los demás ornamentos sagrados indispensables. Muy pronto se prepararon cuatro sotanitas para los improvisados monaguillos. La marquesa Barolo dio setenta liras para comprar veinte candeleros, treinta para la tapicería y veinte para las sobrepellices.
Se inauguró en un día de siempre grato recuerdo para don Bosco, el ocho de diciembre, fiesta de la Inmaculada, bajo cuyo manto maternal había colocado al Oratorio y a sus hijos. En esa fecha, pues, bendijo don Bosco la primera capilla en honor de San Francisco de Sales, celebró la santa misa y repartió la sagrada comunión a varios jóvenes.
Algunas circunstancias hicieron memorable esta sagrada función. La primera, la pobreza de la capilla. Faltaban reclinatorios, bancos, sillas; hubo que contentarse con unas banquetas que se tambaleaban, unas sillas desvencijadas y algunos asientos que amenazaban caerse. Pero la divina Providencia no tardó en llegar, ni faltó la caridad de buenas personas.
El tiempo, por su parte, no pudo ser peor; pero no impidió que acudieran los muchachos en gran número: tan grande era su interés por el Oratorio y por quien lo dirigía. La nieve alcanzó gran espesor aquella mañana y siguió cayendo como sobre las laderas de las montañas, acompañada de viento y remolinos. Como hacía mucho frío, hubo que llevar a la capilla un brasero; y se recuerda que al atravesar con él, al aire libre, los copos que caían dentro producían un alegre chisporroteo.
Los muchachos no olvidaron nunca las lágrimas que vieron correr por las mejillas de don Bosco mientras se desarrolló la sagrada ceremonia. Lloraba de satisfacción, viendo de qué manera se iba consolidando la obra del Oratorio, ofreciéndole asi comodidad para recoger un mayor número de niños e instruirlos cristianamente y alejarlos de los peligros de la creciente inmoralidad e irreligión.
Día 1: Los inicios del Oratorio
De las Memorias Biográficas (2,63-67):
Era el 8 de diciembre de 1841, fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Sentía don Bosco en su corazón, con mayor viveza que de costumbre, el deseo de juntar como en familia a los jovencitos más necesitados y abandonados. Pero una familia bien organizada, bien educada y defendida necesita de la asistencia de una madre cariñosa. Pues bien, madre piadosísima de esta institución y protectora poderosa debía ser la Santísima Virgen María. Y precisamente quiso esta Reina Celestial que el Oratorio comenzara en un día a Ella dedicado.
Estaba don Bosco, a la hora establecida, en la sacristía de San Francisco de Asís, a punto de revestirse los ornamentos sagrados para celebrar la santa misa. Esperaba que fuera alguno para ayudársela. En medio de la sacristía, rodando de un rincón a otro, había un joven de catorce o quince años, cuyos vestidos no muy limpios y sus descuidados andares daban ((71)) a entender que no pertenecía a ninguna familia señorial ni acomodada. De pie, con el sombrero en la mano, miraba los ornamentos sagrados con cara de extrañeza, como quien ha visto aquello raras veces. Cuando he aquí que el sacristán, un tal José Comotti, hombre de mal talante y rústico, dirigiéndose a él le dijo:
- ¿Qué haces tú aquí? ¿No ves que estorbas a la gente? Deprisa, muévete, ve a ayudar a misa a ese sacerdote.
El jovencito, al oír estas palabras, aturdido y medroso del duro ceño del sacristán, respondió con palabras entrecortadas:
- No sé; no me atrevo.
- Vamos, replicó el otro; quiero que ayudes a misa.
- No sé, replicó el muchacho todavía más mortificado que antes; no lo he hecho en mi vida.
- ¿Cómo?, gritó el sacristán, ¿no sabes?
Y largándole un puntapié, continuó:
- Eres un animal; si no sabes ayudar, a qué vienes aquí? ¡Fuera enseguida!
Y como el muchacho aturdido no se movía, en menos que se dice, agarró el sacristán el plumero y la emprendió a golpes sobre las espaldas del pobre chico, que no sabía por donde escapar.
- ¿Qué hace usted?, gritó don Bosco conmovido al sacristán. ¿Por qué pega de este modo a ese muchacho? ¿Qué le ha hecho?
Pero el sacristán enfurecido no atendía. Entretanto, el joven al verse en tan mal trance y no conociendo la salida hacia la iglesia, se metió por una puerta que daba al pequeño coro, seguido del sacristán. Al no encontrar por donde salir, volvió a la sacristía, y, dando por fin con la salida, puso pies en polvorosa…
Don Bosco llamó de nuevo al sacristán y con cara algo severa le dijo:
- ¿Por qué ha pegado a ese muchacho? ¿Qué mal le ha hecho, para tratarlo de ese modo?
- ¿Para qué viene a la sacristía, si no sabe ayudar a misa?
- Sea como fuere, usted se ha portado mal.
- ¿Y a usted qué le importa?
- Me importa mucho; se trata de un amigo mío.
- ¿Cómo?, exclamó el sacristán extrañado. ¿Es amigo suyo esa buena pieza?
- Pues sí; todos los maltratados son mis mejores amigos. Usted ha pegado a uno que conocen los superiores. Vaya enseguida a llamarlo, porque tengo que hablar con él, y no vuelva hasta que lo haya encontrado; de lo contrario comunicaré al Rector de la iglesia cómo trata usted a los muchachos.
Ante tal orden, cesó la ira desatinada del sacristán que, dejando el plumero y gritando «toder, toder» (palabra piamontesa de burla o de desprecio), corrió tras el muchacho; lo buscó, lo encontró en una calle próxima y, asegurándole mejores tratos, lo acompañó hasta don Bosco. El pobrecillo se acercó temblando y lloroso por los golpes recibidos.
- ¿Ya has oído misa?, le preguntó el sacerdote amablemente.
- No, respondió.
- Ven y la oirás; después querría hablarte de un negocio que te va a gustar.
El deseo de don Bosco era sencillamente el de mitigar la pena de aquel pobrete y no dejarle mal impresionado contra los encargados de la sacristía; pero eran más elevados los designios de ((73)) Dios, que quería colocar aquel día la primera piedra de un edificio monumental. El diálogo quedó interrumpido por la llegada del sacristán con otro joven, que había buscado para ayudar a la misa.
Una vez que éste terminó y hecha la acción de gracias, tomó don Bosco a su protegido y se lo llevó a un pequeño coro de la iglesia. Sentóse con cara sonriente, y asegurándole que no tuviese miedo a nuevos golpes le preguntó:
- ¿Cómo te llamas, amigo?
- Bartolomé Garelli.
- De dónde eres?
- De Asti.
- ¿Qué oficio tienes? -Albañil.
- ¿Vive tu padre?
- No, murió ya.
- ¿Y tu madre? –
- También murió.
- ¿Cuántos años tienes?
- Dieciséis.
- ¿Sabes leer y escribir?
- No sé.
- ¿Sabes cantar?
- El jovencito, restregándose los ojos, miró a don Bosco extrañado y respondió: No.
- ¿Sabes silbar?
Sonrió el muchacho, que era lo que don Bosco pretendía, como señal de haberse ganado su confianza. Y continuó:
- Díme, ¿has hecho ya la primera comunión?
- Todavía no.
- ¿Te has confesado?
- Sí, cuando era pequeño.
- ¿Rezas tus oraciones por la mañana y por la noche?
- No, casi nunca; se me han olvidado.
- ¿Y no hay nadie que te invite a rezarlas?
- No.
- Díme; ¿vas a misa los domingos?
- Casi siempre, respondió el muchacho después de una pausa y haciendo una mueca.
- ¿Vas al catecismo?
- No me atrevo.
- ¿Por qué?
- Porque los compañeros pequeños saben el catecismo y yo, tan mayor, no sé nada. Por eso tengo vergüenza de ir a la catequesis.
- Y si yo te diera catecismo aparte, ¿vendrías?
- Vendría con mucho gusto.
- ¿Te gustaría que fuese aquí mismo?
- Sí, sí; siempre que no me peguen.
- Estáte tranquilo, nadie te tocará; serás amigo mío y tendrás que vértelas sólo conmigo. Cuando quieres que comencemos nuestro catecismo?
- Cuando le plazca.
- ¿Esta tarde?
- Sí.
- ¿Quieres ahora mismo?
- Pues sí, ahora mismo; con mucho gusto.
Entonces se arrodilló don Bosco y, antes de empezar el catecismo, rezó una Avemaría, para que la Virgen le concediera la gracia de salvar aquella alma. La fervorosa Avemaría y su recta intención fue el principio de grandes cosas.
Oración a la Virgen: