Los inicios del oratorio de Don Bosco: 8 diciembre 1841.

Había pasado poco más de un mes cuando Don Bosco, mientras se preparaba para celebrar la misa en la Iglesia de San Francisco de Asís, anexa al Convitto donde había comenzado a residir, el santo escuchó una discusión entre el sacristán Giuseppe Comotti y un joven que no sabía ayudar en misa. Tras un breve diálogo con el chico lo invitó a misa y luego continuó la conversación en un coro.

La figura de Garelli, a pesar de su importancia, queda en el misterio. Oficialmente no conocemos nada de él, más allá de la narración que Don Bosco y sus seguidores nos cuentan. No hay partida de bautismo ni ningún documento que cetifique realmente su existencia. Según la crónica de don Ruffino, en aquel encuentro el joven contaba con unos 15-16 años de edad, mientras que según las Memorias tenía 16. Según la historia de las Memorias del Oratorio era de Asti, huérfano y analfabeto.

En las memorias biográficas de don Bosco solo aparece mencionado en la narración de la historia contada en las Memorias del Oratorio y es nombrado en 1884 en ocasión de la presentación de don Rua como vicario en el tomo XVII. Es en esta ocasión cuando nombra el hecho de que rezó con el joven aquella primera avemaría que en la tradición salesiana se hizo tan famosa y que no se narra en las Memorias del Oratorio, donde nos dice que realizaron la señal de la cruz. En el cuadernillo 1 encontramos uno de los documentos más antiguos que narra la historia más escuetamente. Es de 1860, y según Lenti «menos dramática que la de don Bosco de 1874».

Narración en las Memorias del Oratorio:

Apenas entré en el Convitto de San Francisco de Asís, me encontré de inmediato con una cuadrilla de muchachos que me acompañaban por calles y plazas y en la misma sacristía de la iglesia del instituto. Me resultaba imposible ocuparme directamente de ellos por falta de local. Un gracioso episodio me ofreció la ocasión para intentar sacar adelante el proyecto en favor de los jóvenes que andaban errantes por las calles de la ciudad, particularmente, de los salidos de las cárceles.

El día solemne de la Inmaculada Concepción de María (8 de diciembre de 1841) y a la hora establecida, me encontraba revistiéndome con los ornamentos sagrados para celebrar la santa misa. El sacristán, Giuseppe Comotti, al descubrir en un rincón a un joven- cito, le invitó a que me ayudara a misa.

  • No sé, respondió él, muy avergonzado.
  • Ven, replicó, debes hacerlo.
  • No sé, repuso el jovencito, no lo he hecho nunca.
  • Eres un animal, afirmó furiosamente el sacristán; si no sabes ayudar a misa, ¿a qué vienes a la sacristía?

Mientras decía esto, agarró el mango del plumero y la emprendió a golpes en la espalda y en la cabeza de aquel probrecillo. Mientras éste echaba a correr, grité yo con fuerza:

  • ¿Qué hace? ¿Por qué pegarle de ese modo? ¿Qué ha hecho?
  • ¿Por qué viene a la sacristía, si no sabe ayudar a misa?
  • Pero usted ha hecho mal.
  • ¿Y a usted qué le importa?
  • Me importa mucho; se trata de un amigo mío. Llámele inmediatamente, necesito hablar con él.
  • Tuder, tuder (en piamontés antiguo significa palurdo) exclamó llamándole y corriendo tras él; asegurándole que no le haría daño, lo condujo a mi lado.

El muchacho se acercó temblando y llorando por los golpes recibidos.

  • ¿Has oído ya misa?, le dije con el cariño que me fue posible.
  • Ven, pues, a oírla; después me interesaría hablarte de un asunto que te va a gustar. Aceptó. Deseaba mitigar el disgusto de aquel pobrecito y no dejarle con mala impresión hacia los responsables de aquella sacristía. Celebrada la santa misa y practicada la debida acción de gracias, trasladé a mi aspirante a un coro.

Sonriendo y asegurándole que no debía temer más bastonazos, empecé a preguntarle de esta manera:

  • Mi buen amigo, ¿cómo te llamas?
  • Me llamo Bartolomé Garelli.
  • ¿De qué pueblo eres?
  • De Asti.
  • ¿Vive tu padre?
  • No, mi padre ha muerto.
  • ¿Y tu madre?
  • Mi madre ha muerto también.
  • ¿Cuántos años tienes?
  • Tengo dieciséis.
  • ¿Sabes leer y escribir?
  • No sé nada.
  • ¿Has sido ya admitido a la santa comunión?
  • Todavía no.
  • ¿Te has confesado alguna vez?
  • Sí, pero cuando era pequeño.
  • Ahora, ¿vas al catecismo?
  • No me atrevo.
  • ¿Por qué?
  • Porque mis compañeros más pequeños saben el catecismo, y yo, tan mayor, no sé nada. Por eso me da vergüenza ir a las clases.
  • Si te diera catecismo aparte, ¿vendrías a escucharlo?
  • Vendría con mucho gusto.
  • ¿Vendrías con agrado a esta habitación?
  • Vendré con mucho gusto, siempre que no me peguen.
  • Estáte tranquilo, nadie te tratará mal. Al contrario, serás mi amigo, tendrás que tratar conmigo y con nadie más. ¿Cuándo quieres que comencemos nuestro catecismo?
  • Cuando usted quiera.
  • ¿Esta tarde?
  • Sí.
  • ¿Quieres ahora mismo?
  • Sí, también ahora; con mucho gusto.

Me levanté e hice la señal de la santa cruz para comenzar, pero mi alumno no la hizo porque no sabía. Aquella primera lección de catecismo la dediqué a enseñarle a hacer la señal de la cruz y a que conociera al Dios creador, junto al fin para el que nos creó. Aunque de flaca memoria, dada su asiduidad y atención, en pocos domingos logró aprender las cosas necesarias para hacer una buena confesión y poco después su santa comunión. A este primer alumno se unieron otros muchos.

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