Introducción
¿Qué pasaría si en el camino de nuestra vida nos encontramos de repente ante una experiencia que la cambia para siempre? La experiencia de Jesús Resucitado de dos discípulos de Jesús de Nazaret cuyo cambio de vida surge tras el encuentro inesperado con Él viene narrada en el camino de Emaús. Estos dos discípulos que andaban tristes y desolados por la muerte de su maestro, por el fin de todas sus esperanzas y expectativas, cambia en el camino a su casa.
Este episodio, narrado solamente en el evangelio de Lucas, es una catequesis perfecta sobre la eucaristía, que muchas veces queremos leer como un hecho real, más que como una explicación de nuestro camino de fe, ha sido explicada de una manera sencilla y profunda por el sacerdote católico holandés Henri Nouwen.
Breve reseña
El autor divide en cinco parte la explicación del evangelio de Lucas 24, 13-35. En la primera de ellas, titulada Lamentar la pérdida, el autor narra cómo la pérdida de fe de los discípulos es la principal de las infinitas pérdidas que encontramos en nuestra vida. Por eso, solo podemos exclamar Señor, ten piedad, ante un Dios que lo único que quiere hacer es derramar su gracia sobre nosotros. Prosigue el texto con un segundo capítulo titulado Discernir la presencia donde a través de la palabra podemos descubrir la presencia de Dios en nuestra vida y la del mundo.
La tercera parte del texto, Invitar al desconocido, nos invita a convidar a Jesús, que puede ser desconocido para nosotros, a nuestra casa, a nuestra vida, a nuestra alma. Jesús está siempre dispuesto a entrar en tu casa. Esta invitación se convierte en comunión en el capítulo cuarto, Entrar en comunión, es decir, en el cumplimiento de Dios y nosotros de estar unidos para siempre.
Acaba el libro poniendo en relieve la misión como colofón de la eucaristía, una misión que se expresa con corazón agradecido.
Comienza a leer el primer capítulo (puedes encontrar el libro completo en https://mercaba.org/Libros/con_el_corazon_en_ascuas.htm)
DOS personas caminan juntas. Por su manera de andar, se puede ver que no son felices: la cabeza gacha, los hombros hundidos, el paso cansino… Ni siquiera se miran el uno al otro. De vez en cuando, uno de ellos dice algo, pero sus palabras no van dirigidas a nadie y se desvanecen en el aire como sonidos inútiles. Aunque siguen un camino ya trazado, no parecen tener ninguna meta. Regresan a su hogar; pero el hogar ya no es tal hogar. Sencillamente, no tienen otro sitio adonde ir. El hogar se ha convertido en vacío, desilusión, desesperación…
Apenas pueden imaginar que sólo unos años atrás habían conocido a alguien que había cambiado sus vidas; alguien que había interrumpido radicalmente su rutina diaria y había dado una nueva vitalidad a cada parcela de su existencia. Ellos habían abandonado su aldea para seguir a aquel extraño y a sus amigos, y habían descubierto toda una nueva realidad oculta tras el velo de sus actividades cotidianas; una realidad en la que el perdón, la reconciliación y el amor ya no eran meras palabras, sino fuerzas que tocaban el centro mismo de su humanidad. El extraño de Nazaret lo había hecho todo nuevo: les había convertido en personas para las que el mundo ya no era una carga, sino un desafío; ya no era un campo de minas, sino un lugar de infinitas posibilidades. Había traído paz y alegría a su experiencia cotidiana Pero ahora había muerto. Su cuerpo, que irradiaba luz, había sido destrozado por las manos de sus torturadores. Sus miembros habían sido descoyuntados por los instrumentos de la violencia y el odio, sus ojos se habían convertido en cuencas vacías, sus manos habían perdido la fuerza, y sus pies la firmeza. Se había convertido en un «don nadie» de tantos. Todo había quedado en nada… Le habían perdido; pero no sólo a él, sino que, juntamente con él, se habían perdido a sí mismos. La energía que había llenado sus días y sus noches les había abandonado por completo. Se habían convertido en dos seres humanos perdidos que caminaban hacia su hogar sin tener hogar, que regresaban hacia lo que se había transformado en un triste y oscuro recuerdo.
En muchos aspectos, nosotros somos como ellos. Y lo comprendemos cuando nos atrevemos a mirar en el centro mismo de nuestro ser y descubrimos nuestro extravío: ¿no estamos también nosotros perdidos?
Si hay una palabra que resuma nuestro dolor, es la palabra «pérdida». ¡Hemos perdido tanto… ! A veces parece incluso que la vida no es más que una interminable serie de pérdidas. Cuando nacemos, perdemos la segura protección del seno materno; cuando empezamos a ir a la escuela, perdemos la tranquila seguridad de la vida familiar; cuando conseguimos nuestro primer trabajo, perdemos la libertad de la juventud; cuando contraemos el matrimonio o las órdenes sagradas, perdemos otra serie de posibilidades y opciones; y cuando envejecemos, perdemos nuestra buen aspecto, a nuestros viejos amigos y nuestro prestigio profesional. Cuando enfermamos o nos debilitamos, perdemos nuestra independencia física; y cuando morimos… ¡lo perdemos todo! ¡Y estas pérdidas forman parte de nuestra vida ordinaria! Pero ¿quién tiene una vida ordinaria? De hecho, las pérdidas que se instalan profundamente en nuestros corazones y en nuestras mentes son la pérdida de la intimidad por culpa de la separación; la pérdida de la seguridad por culpa de la violencia; la pérdida de la inocencia por culpa del abuso; la pérdida de la amistad por culpa de la traición; la pérdida del amor por culpa del abandono; la pérdida del hogar por culpa de la guerra; la pérdida del bienestar por culpa del hambre, el calor o el frío; la pérdida de los hijos por culpa de una enfermedad o un accidente; la pérdida del país por culpa de una revuelta política; la pérdida de la vida por culpa de un terremoto, una inundación, un accidente aéreo, un acto terrorista o una enfermedad…
Citas
Primera parte
- A medida que envejecemos, descubrimos que lo que nos sirvió de apoyo durante tantos años -la oración, el culto, los sacramentos, la vida comunitaria y la clara conciencia de ser guiados por el amor de Dios- ha perdido su utilidad para nosotros. Las ideas acariciadas durante tanto tiempo, las mortificaciones pacientemente practicadas y las formas tradicionalmente reconocidas de celebrar la vida ya no calientan nuestro espíritu, y ya no comprendemos cómo ni por qué nos sentíamos tan motivados.
- Llegamos a la Eucaristía con el corazón roto por muchas pérdidas, las nuestras y las del mundo.
- Muchas veces me pregunto cómo sería mi vida si no hubiera ningún resentimiento en mi corazón. Estoy tan acostumbrado a hablar de las personas que no me gustan, a recordar cosas que me han hecho daño y a actuar con recelo y con temor, que ya no sé cómo sería mi vida si no hubiera en ella nada de lo que quejarme ni nadie a quien culpar.
- Pero ¿cómo es posible comenzar una celebración de acción de gracias con un corazón roto?; ¿acaso no nos paraliza el reconocimiento de nuestra condición pecadora y la conciencia de nuestra corresponsabilidad en el mal del mundo?; ¿no debilita demasiado el confesar sinceramente los propios pecados? Por supuesto que sí. Pero no es posible afrontar pecado alguno sin algún conocimiento de la gracia.
Segunda parte
- A medida que él les habla, ellos van comprendiendo que sus pequeñas vidas no son tan pequeñas como habían creído, sino que forman parte de un gran misterio.
- Lamentarse continuamente es más fácil que afrontar la realidad.
- «Necio» es una palabra dura, una palabra que nos ofende y nos hace ponernos a la defensiva; pero es también una palabra capaz de atravesar nuestra coraza de miedo y timidez.
- Podemos perfectamente llegar al final de nuestras vidas sin ni siquiera saber quiénes somos ni lo que estamos llamados a ser. La vida es breve y no podemos esperar que lo poco que vemos oímos y experimentamos nos revele la totalidad de nuestra existencia.
- No podemos vivir sin las palabras que vienen de Dios, palabras que nos arrancan de nuestra tristeza y nos elevan a un lugar desde el que podemos descubrir que estamos verdaderamente vivos.
- La Palabra de Dios no es una palabra que debamos aplicar a nuestra vida diaria algún lejano día; es una palabra que nos sana en y a través de nuestra escucha, aquí y ahora.
- La palabra nos eleva por encima de nuestra mediocridad y nos hace ver que nuestra «vulgar» vida diaria es, de hecho, una vida sagrada.
- Sin la palabra, que no deja de elevarnos a la categoría de personas escogidas por Dios, nos quedamos o nos convertimos en pequeñas y pobres personas atrapadas en la miserable y dolorosa lucha diaria por sobrevivir.
Tercera parte
- Tal vez no estamos acostumbrados a pensar en la Eucaristía como una invitación a Jesús para que se quede con nosotros. Tendemos más bien a pensar que es Jesús quien nos invita a su casa, a sentarnos a su mesa, a compartir su comida. Pero Jesús quiere ser invitado.
- Su mensaje resulta ser un verdadero desafío. Pero ¿le invitamos a nuestra casa? ¿Queremos que venga a conocernos entre las paredes de nuestra vida más personal e íntima? ¿Deseamos presentárselo a todas las personas con las que vivimos? ¿Permitimos que nos vea tal como somos en nuestra vida diaria?
- La mesa es el lugar de la intimidad. En torno a la mesa nos descubrimos unos a otros. Es el lugar en el que oramos, por así decirlo. Es el lugar en el que preguntamos: «¿Qué tal día has tenido?» Es el lugar donde comemos y bebemos juntos y decimos: «¡Anímate, toma un poco más…!» Es el lugar donde se cuentan nuevas y viejas historias. Es el lugar de las sonrisas y de las lágrimas. La mesa es también el lugar donde la distancia se hace más dolorosa. Es el lugar donde los hijos perciben la tensión entre sus padres, donde los hermanos y hermanas expresan sus enfados y sus envidias, donde se hacen acusaciones y donde los platos y los vasos se convierten en instrumentos de violencia.
Cuarta parte:
- Tal vez hemos olvidado que la Eucaristía es un simple gesto humano. Las vestiduras, las velas, los monaguillos, los libros, los brazos extendidos, el altar, los cánticos, la gente…: nada de ello resulta precisamente sencillo, cotidiano, obvio. Muchas veces necesitaríamos un folleto para seguir la ceremonia y comprender su significado. Sin embargo, se supone que nada tendría que diferir de lo que acaeció en aquella pequeña aldea entre los tres amigos. Hay pan y vino en la mesa. El pan se toma, se bendice, se parte y se da; el vino se toma, se bendice y se da… Eso es lo que sucede en torno a cada mesa que pretende ser una mesa de paz.
- La comunión es lo que tanto Dios como nosotros deseamos. Es el grito más profundo del corazón de Dios y del nuestro, porque hemos sido creados con un corazón que sólo puede ser satisfecho por aquel que lo ha creado.
- La comunión crea comunidad. Cristo, que vivía en ellos, les hizo estar juntos de una nueva manera. El Espíritu de Cristo resucitado, que había entrado en ellos al comer el pan y beber el cáliz, no sólo les hizo reconocer al propio Cristo, sino también reconocerse el uno al otro como miembros de una nueva comunidad de fe.
Quinta parte:
- El extraño, que acabó convirtiéndose en amigo, les ha entregado su espíritu, el espíritu divino de alegría, paz, valor, esperanza y amor. Ya no hay duda: ¡él está vivo!, pero no como antes.
- La Eucaristía concluye con una misión: «Id y contadlo». Las palabras latinas «Ite, Missa est», con las que el sacerdote solía concluir la Misa, significan literalmente: «Id, ésta es vuestra misión».
- El final no es la Comunión, sino la Misión.
- Siempre nos resulta más difícil hablar de Jesús con quienes nos conocen íntimamente que con quienes no conocen nuestra «peculiar forma de ser» o de vivir. Sin embargo, hay en todo ello un gran desafío.
- La vida vivida eucarísticamente es siempre una vida de misión.
- Éste es el mundo al que somos enviados a vivir eucarísticamente, es decir, con el corazón en ascuas y con los ojos y los oídos abiertos.
Conclusión
- La Eucaristía -acción de gracias- viene de arriba. Es un regalo que no podemos fabricar nosotros mismos, sino que tenemos que recibirlo. Un regalo que se nos ofrece libremente y que pide ser libremente recibido. ¡Ahí es donde está la elección!