Este artículo es una invitación a renovar nuestra vida cristiana desde lo más profundo: acoger la efusión del Espíritu Santo como una experiencia real y transformadora. A través de una mirada bíblica, teológica y profundamente pastoral, se nos propone abrir el corazón a la acción del Espíritu, no como un momento aislado, sino como un estilo de vida.
La Efusión del Espíritu Santo: Un Pentecostés permanente
Hemos venido aquí hoy a recibir la efusión del Espíritu Santo. Por ello, la primera pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué es la efusión del Espíritu Santo?
El primer paso, es responder a la cuestión sobre el significado de efusión. Proviene del latín effusio que significa derramamiento.
- El prefijo ex convertido en ef significa fuera o más allá. Hoy vamos a recibir al Espíritu Santo, que no es algo que poseemos o podemos darnos a nosotros mismos, no es una fuerza impersonal o una energía, sino una Persona, Dios mismo que quiere venir a nosotros, quiere habitar en nosotros para siempre.
- El verbo fundere significa derramamiento o fundir. Hoy este Espíritu Santo quiere derramarse sobre cada uno de nosotros. Viene a ser fuego fundidor para purificar nuestro pecado e introducirse como Dios en nuestro propio molde.
El segundo paso es preguntarnos ¿para qué sirve la efusión del Espíritu Santo? Para vivir en Él. con Él y para Él:
- En Él: el conocido como bautismo en el Espíritu es tener la experiencia de San Pablo de vivir según el Espíritu. Para ello os invito a leer el capítulo quinto de la carta a los Gálatas:
Para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud. Mirad: yo, Pablo, os digo que, si os circuncidáis, Cristo no os servirá de nada. […] Pues nosotros mantenemos la esperanza de la justicia por el Espíritu y desde la fe; porque en Cristo nada valen la circuncisión o la incircuncisión, sino la fe que actúa por el amor. […] Pues vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; ahora bien, no utilicéis la libertad como estímulo para la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. […] Pero, cuidado, pues mordiéndoos y devorándoos unos a otros acabaréis por destruiros mutuamente. Frente a ello, yo os digo: caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne; efectivamente, hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais. Pero si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Y os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen estas cosas no heredarán el reino de Dios. En cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí. Contra estas cosas no hay ley. Y los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con las pasiones y los deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu.
Vivir en el Espíritu es reconocer que el Espíritu ha transformado mi vida, es vivir la libertad de sentirse Hijo amado por Dios, de no volver a estar atado a las obras de la carne, sino de vivir la alegría, la paz, la bondad… ¡Hoy el Espíritu Santo quiere irrumpir en tu vida como un viento irresistible (Dídido el Ciego, De Trinitate II, 6,8) para decir como San Pablo: vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Gál 2,20)! Ya no hay condenación, sino libertad. Y cuando dejo entrar a Dios en mi vida, ya no soy esclavo, sino Hijo (Gál 4,7).
- Con Él: Recibir la efusión del Espíritu Santo significa que tu vida, aunque pueda parecer la misma, es iluminada por la luz del Espíritu. Ahora es Él quien toma las riendas de tu historia para llevarla a la plenitud. De esta forma vivimos en apertura total a Dios que quiere transformar nuestra existencia: iluminar nuestra mente, ensanchar el corazón, llenarnos de pasión. Porque lo que Jesucristo nos prometió, como veremos, se hace presencia viva y real. En Jn 7, 37-39 nos dice: El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva”». Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Vivir con el Espíritu es dejar que el agua de su Espíritu nos invada.
- Para Él: El acontecimiento de Pentecostés, narrado en Hechos 2, fue el inicio visible de la vida de la Iglesia. Allí se cumplió la promesa pascual de Jesús: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra (Hch 1,8). Desde ahora nuestra vida solo tendrá sentido en la medida en que nos entreguemos a la misión de Cristo, cuyo Espíritu nos capacita para ser testigos del Resucitado. Los primeros cristianos, impulsados por esta fuerza, salieron a predicar sin miedo, a sanar, a perdonar, a anunciar que Cristo vive. Así también nosotros, hoy, estamos llamados a ser testigos de su Resurrección, alimentados y fortalecidos por el mismo Espíritu. Su soplo nos lanza a la misión, su unción que nos da fuerza en la debilidad, su fuego mantiene el ardor del amor de Dios en nuestros corazones.
Con la efusión del Espíritu Santo impulsamos la fuerza recibida en el Bautismo y la Confirmación, que a veces queda pendiente en nuestra vida cristiana. De manera misteriosa, el Espíritu Santo reactiva aquella gracia que hemos recibido de forma efectiva y real, a través del carácter que se nos imprime en los sacramentos. Si en tu vida cristiana está apagada la llama del Espíritu, ábrete hoy a su acción, pídele al Señor que llene tu vida.
Para ello tenemos que pedirlo, pero también tenemos que decirle: “Señor, someto toda mi vida a tu señorío, envía tu Espíritu Santo en mi vida”. Digamoslo juntos hoy de nuevo: “Señor, someto toda mi vida a tu señorío, envía tu Espíritu Santo en mi vida”. Pero al hacer esto, debemos asumir las consecuencias. Ahora es Él quien viene, Él quien hace su obra, Él quien te busca y quiere encontrarse contigo.
- La promesa del Padre: El Espíritu Santo, Paráclito
El tema del Espíritu Santo como promesa atraviesa todo el Antiguo y Nuevo Testamento. Aquel a quien invocamos como fiel promesa del Padre en el himno Veni Creator Spiritus es concebido como el don gratuito ofrecido por el Padre. El pueblo de Israel ya había escuchado esta promesa:
Joel 2, 28.29 | Derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes verán visiones. Incluso sobre vuestros siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días. Esta profecía, en la que se promete la efusión del Espíritu para todos, sin distinción de edad o condición, es la misma que Pedro, inmediatamente después de la experiencia de Pentecostés ve cumplida y expone en su discurso a los judíos y habitantes de Jerusalén (Hc 2, 17). |
Ez 36, 26-27 | Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos. Dios promete renovar el interior, el corazón de la persona, por medio de su Espíritu. |
Pablo y Lucas también presentan esta idea (Lc 24,49; Hch 1,4-5; Hch 2,33; Hch 2,38-39; Gál 3,14; Ef 1,4), pero será sobre todo Juan, el evangelista que la desarrollará en sus dos discursos de despedida de la última cena. En el segundo de ellos promete la venida del Paráclito: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré (Jn 16,7). Al escuchar a Jesús pronunciar esas palabras inmediatamente nos preguntamos: ¿Quién es este Paráclito? Es curioso que sólo Juan utilice el término Paráclito y en pocas ocasiones, que conocemos como los cinco dichos acerca del Paráclito:
Jn 14, 16-17.26 | Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito (1), que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. […] Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito (2), el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. |
Jn 15, 26-27 | Cuando venga el Paráclito (3), que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. |
Jn 16, 7-11.13-15 | Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito (4). En cambio, si me voy, os lo enviaré. […] Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad (5), os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. |
Vemos cómo el Paráclito es el Espíritu de la verdad. Más adelante, profundizaremos en su significado. Antes quisiera centrarme en el evangelio que hemos escuchado en el que Jesús dice a sus discípulos: cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir (Jn 16,13).
Nos encontramos con la quinta declaración sobre el Paráclito en la que se nos habla sobre el futuro de la comunidad postpascual. Cristo en su última cena, anticipa ya, lo que ocurrirá en Pentecostés.
Nos encontramos con una comunidad en una difícil situación: su maestro se está despidiendo de ellos y sin saber el porqué. Mucho tengo que deciros todavía, pero no podéis con ello (v.12). Los discípulos no están en condiciones antes de la Pasión de captar adecuadamente todo, sino que será en el cumplimiento de esta promesa después de la Pascua, con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, que podrán comprender.
Por eso hoy nos podemos preguntar cada uno de nosotros: ¿en qué situación me encuentro yo para captar esta promesa que hoy el mismo Jesús en la eucaristía me hace a mi? La eucaristía es “anámnesis” de aquella última cena, hoy Jesús se dirige a cada uno de nosotros y nos hace la misma promesa que a sus discípulos. Sólo si he experimentado la Resurrección del Señor, su Pascua en mi vida, tendré la capacidad para acoger esta promesa de la venida del Paráclito a mi vida.
Entonces nos preguntamos, si hemos experimentado la gracia del Resucitado en nuestra vida, ¿para qué necesito el Espíritu Santo en mi vida? Jesús mismo nos lo dice en este versículo: él os guiará hasta la verdad plena (v. 13). Y os hago algunas propuestas que nos pueden ayudar hoy a responder a esta pregunta sobre la necesidad del Espíritu Santo en nuestra vida:
- Para nacer de nuevo-de lo alto (Jn 3): en su entrevista con Nicodemo Jesús le dice: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios (v.3). Nicodemo no lo entiendo, porque está interpretando el verbo Anothen (ἄνωθεν) desde la acepción nacer de nuevo. Sin embargo, Jesús repite el sentido, para que comprenda qué significa nacer de lo alto: el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (v.5). Es decir, necesito el Espíritu Santo en vida para tener una vida nueva, una vida espiritual que viene como un don de Dios. Cuando uno recibe la efusión en el Espíritu su vida se transforma, su vida pasa a configurarse con Cristo.
- Sólo el Espíritu Santo puede cambiar nuestros corazones: Ya nos lo decía la profecía de Ezequiel (36,26): Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. El Espíritu Santo cambia nuestro corazón y lo convierte en el corazón misericordioso del Padre, nos ayuda a mirar con una mirada nueva la realidad. Esta es la experiencia de los santos, cuando recibieron la gracia del Espíritu. San Ignacio de Loyola narra en su autobiografía una experiencia que conocemos como la Iluminación del río Cardoner en la que dice que se le empezaron abrir los ojos del entendimiento. El Espíritu Santo da unos nuevos ojos para comprender la realidad. Por eso el cristiano mira la realidad con la ternura de Dios y no con su corazón de piedra. La realidad sigue siendo la misma, vuestra vida externa no va a cambiar mucho, pero vuestro interior viene transformado por una luz nueva que hará que veas nuevas todas las cosas. Esto es lo que dice el que está sentado en el trono en el Apocalipsis: Mira, hago nuevas todas las cosas (Ap 21,5).
- Somos revestidos con la fuerza de lo alto: Jesús, en el final evangelio de Lucas también promete la venida del Espíritu justo antes de la Ascensión: Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto (Lc 24,49). El Espíritu Santo es concebido también como fuerza y poder, pero no una fuerza cualquiera, como si fuera una simple energía, una especie de vitamina que nos ayuda en nuestra vida. ¡Él es la única fuerza verdadera! Es el único poder real que nos sostiene más allá de nuestras propias fuerzas. Es el que nos da valor cuando nuestro miedo nos paraliza, es el que nos da audacia cuando nuestra fe desfallece, es el que nos da pasión cuando nos enfriamos. Parafraseando a Rainiero Cantalamessa, del que he tomado muchas de las ideas que hoy expreso aquí, toda nuestra vida creyente, comunitaria, familiar o toma fuerza del Espíritu Santo o no tiene ninguna fuerza.
- Llegar a la verdad plena que nos haga libres: Si algo anhela nuestra sociedad actual más que nunca es ser libre. En un momento de la historia, donde parece que hemos conseguido la mayor libertad individual nunca vista, el ser humano está atado a más cosas que nunca. Frente a la propuesta de Sartre de que si Dios existe, el hombre no puede ser libre, los cristianos afirmamos que sólo Dios nos puede hacer plenamente libres. Cuanto mayor es nuestro acercamiento a la Verdad que es Cristo, mayor es nuestra libertad. Juan nos dice la verdad os hará libres (Jn 8,32). Sólo si nos dejamos guiar por el Espíritu de la verdad (Jn 16,13) podremos ser colmados de la gracia de la libertad.
- Pentecostés (Hch 1-2)
- El cumplimiento de la Promesa
El Espíritu, antaño “prometido por el Padre” (cfr. Lc 24,49), fue dado en Pentecostés y ahora es de nuevo esperado e invocado “con gemidos inefables” por el ser humano y por la creación entera que, habiendo gustado sus primicias, aguardar la plenitud de su don. El don del Espíritu constituye, por tanto, el cumplimiento de la promesa que Jesús hizo a lo largo de su vida.
Jesús, justo antes de su ascensión, pide a los apóstoles que no se ausenten de Jerusalén y les da un mandato: aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días (Hch 1,4-5). No es simplemente una experiencia transformadora, sino una misión: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra (Hch 1,8).
Esta promesa se cumple en el capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles, en el marco de la fiesta de Pentecostés (Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar), llamada en hebreo Shavuot (fiesta de las Semanas). Es la segunda fiesta más importante del calendario judío (Ex 23,16), celebrada siete semanas después de la pascua (Dt 16,10; Lv 23,16), a los cincuenta días de ofrecer la primera gavilla de trigo se entregaban dos panes de harina con levadura nueva. Con el paso del tiempo se vinculó con la fiesta de la Renovación de la Alianza (2 Cr 15, 10-13).
Es en este contexto surge la fiesta cristiana de Pentecostés. Sin embargo, ahora se invierten los papeles del donante y del beneficiario: Sigue siendo la fiesta de las primicias, pero de las que Dios ofrece a la humanidad, en su Espíritu. Ya no son los hombres quienes presentan a Dios los primeros frutos de la tierra como signo de gratitud y dependencia, sino que es Dios mismo quien entrega el don más precioso: su Espíritu Santo, primicia de la vida nueva, garantía de la plenitud futura.
- El Nacimiento de la Iglesia, fruto del Espíritu Santo
Pentecostés se convierte en la celebración del inicio de la Iglesia, su nacimiento visible, en el que la comunidad, nacida del Espíritu, es llamada a anunciar al mundo las maravillas de Dios. Aquel grupo temerosos y encerrado, se convierte, por obra del Espíritu Santo en comunidad misionera y testigo. Es el cumplimiento de la promesa de Jesús, que aseguró a sus discípulos que no quedarían solos, sino que serían revestidos con poder desde lo alto. El Espíritu irrumpe como viento impetuoso que llenó toda la casa y lenguas de fuego (Hch 2,2b-3), signo de una nueva creación.
El fruto ahora es la humanidad renovada, corazones abiertos a la acción de Dios, labios que proclaman la Buena Nueva en todas las lenguas. Pentecostés inaugura el tiempo del Espíritu, el tiempo de la Iglesia en camino, guiada, sostenida y fecundada por el soplo de Dios, que es el Espíritu Santo.
- ¿Qué podemos aprender del acontecimiento de Pentecostés que hoy se actualiza en nosotros?
- El testimonio nace del Espíritu, no del esfuerzo humano: La pasión por proclamar el evangelio no procede del voluntarismo personal, sino que es el Espíritu el que nos impulsa a la misión y transforma nuestro miedo en testimonio valiente y creíble.
- El Espíritu actúa más allá de nuestras capacidades: los apóstoles no sabían idiomas ni eran grandes eruditos, pero gracias al Espíritu sus propias capacidades se ven rebosantes de gracia para anunciar las maravillas de Dios en sus vidas (Hch 2,11).
- Dios quiere derramar su Espíritu Santo sobre nosotros para ser testigos del Resucitado: el mandato de Cristo de ir al mundo entero a proclamar el evangelio solo es posible con la fuerza del Espíritu.
- El mensaje que trae el Espíritu Santo es para todos: la comunidad reunida es definida como “todos”. Llegados de todas las naciones de la tierra (2,5). El mensaje no es para unos pocos, sino para todos los pueblos: “Partos, medos, elamitas… los oímos hablar en nuestra lengua”. Dios derrama su Espíritu sobre toda carne (Jl 3,1).
- Adquirimos una nueva forma de hablar sobre Jesús: ya no es un personaje sino una Persona Viva. A través del Espíritu Santo descubrimos a Jesús como “Señor”. Nadie puede decir “Jesús es Señor”, si no está movido por el Espíritu Santo (1 Cor 12,3).
- Dios siempre quiere sorprendernos: La irrupción del Espíritu fue escandalosa para algunos. Hoy, también, el Espíritu sigue actuando de formas inesperadas. ¿Tenemos la apertura para dejarnos sorprender?
- Debemos hablar el lenguaje del amor que nos lleva a la unidad: Pentecostés es el reverso de Babel: donde antes había confusión, ahora hay comunión; donde antes división, ahora unidad.
Pentecostés es el comienzo de un tiempo nuevo: el tiempo del Espíritu, el tiempo de la Iglesia. Y cada vez que la comunidad se reúne, ora, escucha la Palabra, y se deja mover por el amor, el Espíritu Santo vuelve a descender. Hoy, como entonces, seguimos diciendo: ¡Ven, Espíritu Santo, y renueva la faz de la tierra!
- La acción del Espíritu en tu vida: La promesa del Espíritu Santo es para ti
Después del discurso de Pedro en Pentecostés, el corazón de muchos fue tocado profundamente. Conmovidos por el poder del mensaje, preguntaron: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?» (Hch 2,37). La respuesta de Pedro sigue resonando hasta hoy, como una invitación personal para ti:
Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos, para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro (Hch 2,37-39).
Esta promesa es para ti. No es un mensaje del pasado. Hoy, Dios te llama por tu nombre. Él mismo te dice, como dijo una vez al profeta Isaías:
No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío. Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo, la corriente no te anegará; cuando pases por el fuego, no te quemarás, la llama no te abrasará. Porque yo, el Señor, soy tu Dios; el Santo de Israel es tu salvador. Entregué Egipto como rescate, Etiopía y Saba a cambio de ti, porque eres precioso ante mí, de gran precio, y yo te amo. Por eso entrego regiones a cambio de ti, pueblos a cambio de tu vida. No temas, porque yo estoy contigo. […] «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, corrientes en el yermo (Isaías 43, 1-5; 18-19).
Dios quiere entrar en tu historia, en tus aguas profundas, en tus fuegos internos. Y no para juzgarte, sino para salvarte, para consolarte, para llenarte con su Espíritu. Él quiere hacer algo nuevo en ti.
¿Cómo prepararte para recibir el Espíritu Santo?
Hay cuatro actitudes que abren tu corazón a su presencia:
- Tener sed: reconocer tu necesidad de Dios
Todo comienza con un deseo. El Espíritu Santo no se impone, se acoge. Jesús mismo nos dice: «Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior manarán ríos de agua viva» (Jn 7,37-38).
Tener sed es reconocer humildemente que no basta con lo que uno tiene o sabe. Es admitir que necesitamos algo más, que sólo Dios puede llenar el vacío interior. Es abrir el corazón con sencillez y decir: “Señor, sin ti no puedo”. La sed espiritual es el primer paso hacia una vida renovada.
Tal vez has buscado sentido en muchas cosas: en el éxito, en el afecto de los demás, en el control, en el activismo. Pero nada de eso sacia de verdad. El Espíritu Santo es ese manantial que brota dentro de ti y transforma todo desde dentro.
- Estar abierto a perdonar y ser perdonado
El Espíritu Santo es Amor, y el amor no habita en un corazón cerrado, endurecido o lleno de resentimiento. Si quieres que Dios entre plenamente en tu vida, es necesario abrirle la puerta del perdón: perdonar a los demás, y también perdonarte a ti mismo.
Jesús dijo: «Si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda… ve primero a reconciliarte» (Mt 5,23-24). El Espíritu Santo no puede fluir con libertad si hay barreras de rencor, orgullo, heridas no sanadas o vínculos rotos.
Dios quiere llenarte con su Agua Viva, pero la cantidad que puede derramar depende de cuánto le permitas entrar. ¿Estás dispuesto a soltar el dolor? ¿Estás listo para dejar atrás la culpa? La apertura al perdón es como quitar piedras de un canal: permite que el río fluya con fuerza y pureza.
- Pedirlo con fe, insistentemente y con confianza
Jesús fue muy claro: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá» (Lc 11,9). Dios no es indiferente a tus súplicas. Al contrario, es un Padre que ama dar lo mejor a sus hijos. Y lo mejor que puede darte es su Espíritu.
Él mismo lo dijo: «Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11,13). ¿Lo estás pidiendo con fe? ¿Lo haces todos los días? ¿Lo anhelas sinceramente?
No basta con una petición superficial. Es una oración que nace del corazón, de quien sabe que necesita ser transformado, guiado, fortalecido. Pide con perseverancia, con humildad, con hambre. Dios no se hace esperar cuando ve un corazón sediento.
- Saber que es un don gratuito:
El Espíritu Santo no se compra ni se gana. Es puro don. A veces, sin darnos cuenta, caemos en una especie de “pelagianismo práctico”: pensamos que si somos lo suficientemente buenos, o hacemos suficientes cosas por Dios, entonces Él nos dará su Espíritu como recompensa. Pero no es así.
El Espíritu Santo se recibe por gracia. No porque lo merezcas, sino porque Dios te ama infinitamente. Por eso, recibirlo es también un acto de humildad: aceptar que no tienes control, que no puedes producir su acción con tus fuerzas, sino sólo acogerla con gratitud y confianza.
San Pablo lo dijo con claridad: ¿Tan insensatos sois? ¿Empezasteis por el Espíritu para terminar con la carne? ¿Habéis vivido en vano tantas experiencias? (Gal 3,3-4). No pongas tu seguridad en tus obras. Ponla en la misericordia de Dios. Abre tus manos vacías y di: “Señor, lo necesito, y aunque no lo merezco, confío en tu amor”.
Querido hermano, querida hermana:
Dios te ama. Él desea llenarte de su presencia, sanarte, renovarte, guiarte. Hoy puede comenzar algo nuevo si tú te abres con fe.
¡Ten sed!
¡Perdona y deja que Él te sane!
¡Pide con confianza!
¡Y recibe su don gratuito con humildad!
Hoy esta promesa quiere cumplirse en ti.
¡Ábrete a la acción del Espíritu Santo!